“Amar no es mirarse uno a otro; es mirar juntos en la misma dirección” – Saint-Exupéry
Entendido el hombre como una tricotomía –espíritu, alma y cuerpo- se percibe que el catolicismo romano es una religión del alma, por el alma y para el alma; en tanto la llamada iglesia evangélica quiere organizar una religión del espíritu, por el espíritu y para el espíritu. El primer sistema, al enfatizar lo psíquico, es más bien mental y se inclina al humanismo; el segundo, al resaltar lo espiritual, ha pasado por alto que el hombre es también un ser anímico y, por lo mismo, sentimental, sensible y sensitivo, con necesidades psicológicas y fisiológicas muy concretas. La antropología católica y la evangélica por igual rebajaron así al cuerpo humano a algo indigno, un intruso o un estorbo en la persona ideal, despojándolo de la importancia que le es propia. Convendría a los dos bandos recapacitar en la portentosa precisión de Justino Mártir:
“El cuerpo es la casa del alma,
el alma es la casa del espíritu”.
Los tres componentes del ser humano no deben disociarse, forman un todo integral: el espíritu trasciende; el alma comprende (mente), aprehende (emociones) y distiende (voluntad); el cuerpo, por su parte, tiende, enciende y suspende el impulso interior. Valdría la pena preguntarse qué es más torpe: una religión del alma o una religión sin alma. La iglesia es un edificio construido de piedras vivas, lo cual significa seres espiritual-psíquico-somáticos en plenitud de actividad. Muchos grupos eclesiásticos no son espacios para la libertad sino reductos de la prohibición: prohibido reír, prohibido jugar, prohibido enamorarse, prohibido divertirse, prohibido sentir. ¡La crucifixión del alma! No hay redención sin Getsemaní, es cierto; pero no hay cristianismo sin resurrección. El Gólgota es un gran accidente, necesario e inevitable; pero en la tumba vacía por la resurrección se ha ahogado para siempre el gemido existencial de Adán.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro Sexo en la Biblia, páginas 205-206)