Durante todo el siglo pasado, el cristianismo ha sufrido una epidemia de videntes. Los católicos pastorcillos de Fátima tienen equivalencias en grupos evangélicos, a través de profetas espontáneos y soñadores profesionales. Fue un espectáculo deprimente ver, vía satélite, al inteligente Cardenal Ratzinger develando el supuesto tercer secreto de la virgen María, en forma simultánea con el anuncio científico sobre la decodificación del genoma humano; las dos transmisiones, enfrentadas en las telepantallas, parecían la secuencia de una película de Luis Buñuel.
Los que calificaron dentro del cristianismo a las ciencias psíquicas como invención satánica son, paradójicamente, los más inclinados a practicarlas bajo una falsa caparazón de dones espirituales. Esta anormalidad ha entrometido el surrealismo en la iglesia, pues el movimiento así llamado se define a sí mismo como un espejo que refleja las cosas, no como son en la realidad, sino como son en los sueños. Eso, al menos, pensaba Apollinaire, que es el eslabón perdido entre los simbolistas y los surrealistas. Pero, ¿qué diría, por ejemplo Jeremías?
Yo estoy contra los profetas que cuentan sueños mentirosos, y que al contarlos hacen que mi pueblo se extravíe con sus mentiras y sus presunciones –afirma el Señor-. Yo no los he enviado ni les he dado ninguna orden. Son del todo inútiles para este pueblo –afirma el Señor-.
Jeremías 23:32.
Bueno será aclarar en este punto que soy un convencido del actualismo de los carismas, que en mi iglesia se practican en forma muy activa y que, precisamente por eso, veo con preocupación las falsificaciones que de ellos se han hecho en los últimos decenios de una centuria marcada indeleblemente por un desbordado manifestacionismo.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Reto de Dios, páginas 166-167)