Que Jesús haya bajado del cielo es discutible, que sea un pan es increíble, pero que pretenda darnos a comer su carne es inadmisible. ¡Ni que fuéramos antropófagos! Sin embargo, el Carpintero sigue hablando con la mayor naturalidad sobre el banquete que nos servirá con su carne como pan y su sangre como vino. Definitivamente nos equivocamos al querer coronarlo como rey. Vámonos ya de aquí, no permitamos que este loco nos enloquezca a todos.
La sinagoga de Capernaúm, donde Jesús realizaba este debate, quedó desocupada. Muchos de sus discípulos directos, desencantados de la deserción popular y, algunos de ellos, desconcertados por las excéntricas afirmaciones de su Maestro, tiraron la toalla en ese mismo instante. Ya han soportado demasiadas rarezas, pero este cuento de comer la carne y beber la sangre de Jesús es francamente intolerable.
«Desde entonces muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con él. Así que Jesús les preguntó a los doce: —¿También ustedes quieren marcharse? —Señor —contestó Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna».
(Juan 6:66- 68)
Esta vez el ciclotímico Pedro sube su puntaje a diez. Es asunto de fe el creer las inverosímiles afirmaciones del Nazareno sobre comer su carne como pan y beber su sangre como vino. Obviamente no es posible hacerlo en una forma física, pero Pedro sabe a ciencia cierta que puede hacerse en la forma espiritual, que es una realidad más confiable, por ser eterna, que la simple realidad material, que es transitoria.
Cuando tomo la Cena del Señor, yo sé realmente que como su carne y bebo su sangre, porque todo mi ser se inunda de un misterioso bienestar. Las porciones que recibo no son carne y sangre físicas; pero, tampoco, son solo un trozo de pan y un sorbo de vino. Como bien lo dijera Janzenio, en la eucaristía hay una “comunión vivencial con Cristo”. Esa es la clave.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Código Jesús, páginas 166-167)