Los hijos son un don incomparable de Dios y lo menos que se debería hacer por ellos es procurarles una familia equilibrada, emocional y espiritualmente; por desgracia, cada día aumenta el número de niños que vienen al mundo sin hogar, como productos de la fornicación, y abundan igualmente los que nacen y crecen en hogares destruidos o en conflicto. Dos pasajes paralelos de la Biblia arrojan luz al respecto:
“Y los bendijo con estas palabra: Sean fructíferos y multiplíquense” (Génesis 1:28a).
La orden reproductiva dada por el Creador a la primera pareja humana otorga solemnidad al acto sexual. Al degenerarse la prístina idea, como ya lo hemos analizado, la civilización cainita llega a su fin mediante el Diluvio; pero, después de este, Dios repite la misma orden original a la familia encargada de repoblar el planeta:
“Dios bendijo a Noé y a sus hijos con esta palabra: Sean fecundos,
multiplíquense y llenen la tierra” (Génesis 9:1).
Se observa en los dos casos por igual una pauta que, al pasarse por alto, es la causa fundamental de los fracasos en noviazgos y matrimonios: primero bendición, después procreación; dicho de otro modo, ha de realizarse el matrimonio antes de emprender el acto reproductivo. Muchos sufren daños insoportables por alterar ese orden básico, ya que la anti-regla usada y abusada pareciera ser: primero el sexo y la procreación; y, después, la bendición, la cual generalmente llega como una salida de apuros, o para legalizar situaciones de hecho. En cuanto a la reproducción, como se ha señalado anteriormente, debe planificarse en oración, bajo la guía del Espíritu Santo, en perfecto acuerdo de los dos cónyuges y sin el empleo de métodos abortivos.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro Sexo en la Biblia, páginas 211-212)