LA COMPAÑÍA
A veces se pasa por alto una verdad incuestionable: lo primero que Dios decide respecto al hombre no es que se reproduzca, sino que tenga compañía. El texto sagrado no deja dudas al respecto:
“Luego Dios el Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:l8a).
De donde se desprende que el matrimonio, en el plan de Dios es, antes que nada, un pacto de compañía, un remedio contra la soledad. En la pareja humana se hace posible la “soledad compartida”, de que habló el poeta checo Ranier María Rilke, un ideal que se cumple cuando “dos soledades mutuamente se limitan, se toleran y se reverencian”.
El matrimonio no es un simple dormir juntos; es, sobre todo, soñar y despertar juntos, desayunar juntos, reír y llorar juntos, juntos disfrutar la prosperidad y soportar la estrechez; y, de vez en cuando, inevitablemente, reñir y reconciliarse. ¿No hacemos lo mismo, a cada paso, con el propio Dios?
LA AYUDA
Si fuésemos lógicos en la lectura bíblica, veríamos que la segunda intención clara de Dios es que el hombre tenga alguien que le ayude, una colaboradora eficiente, en la administración de los bienes que se le han encomendado.
“Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Génesis 2:18b).
Dicho en términos de hoy, el matrimonio es una sociedad limitada en la cual el hombre, representante legal del Gran Empresario Universal, marcha hombro a hombro con su socia, la mujer, en el ejercicio de la mayordomía sobre los recursos, las finanzas y las posesiones puestos a su disposición generosamente por el Dueño de todo y de todos. Es deplorable que la idolatría del dinero haya llegado al extremo de que, en los Estados Unidos de América, los contrayentes firmen, antes de realizar las bodas, el llamado “contrato prenupcial”, en cuyas cláusulas se especifican con pelos y señales los bienes materiales para que quede claro qué es lo tuyo, y qué es lo mío, como si naturalmente todo no fuese lo nuestro.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro Sexo en la Biblia, páginas 209-211)