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La Soledad Compartida

El acto por medio del cual se entregan el uno al otro un hombre y una mujer es la expresión del  impulso de unidad que guía las acciones humanas. Nadie puede vivir solo; por eso el cristianismo es colectivista, no individualista,  se muestra adverso a la “yoidad”, reemplaza toda forma de exaltación del ego: egocentrismo, egoísmo, egolatría, narcisismo por el esfuerzo heroico de amar al prójimo como al propio ego. Somos miembros los unos de los otros, ovejas de un rebaño con Jesucristo como pastor. En tal orden de ideas, Adán separado de Eva y Eva separada de Adán se fusionan en el supremo acto de unión del hombre y la mujer, que es entregarse el uno al otro para integrarse, para descubrirse (conocerse, dice la Biblia) en el cónyuge, que es como descubrir al hombre, o que es propiamente conocer al hombre.

 

El sexo, pues, ha sido creado por Dios  y es un vehículo de realización a través del cual se nos manda a procrear, deleitarnos con nuestra pareja y guardar la pureza personal. La espiritualización radical termina cuando el enamorado experimenta el complejo de Otelo y  siente celos o los provoca, o cuando sus sentidos –vista, oído, olfato, gusto y tacto- le gritan que no se acostará con un espíritu. Los espíritus no se acuestan, pero generan el sentimiento que hace al alma desear y al cuerpo poseer. Un joven de semblante preocupado me abordó para comentarme que, por un servicio de consejería cristiana a través de Internet, se le había dicho que era pecado desear a la novia. Mi comentario fue sencillo: -Hay tres verbos que tú debes conjugarle a tu chica: Te amo, te necesito, te deseo, en ese orden; si falta uno de los tres, estás en graves problemas. Si no desearas a tu novia serías un anormal; canaliza tu natural deseo hacia la meta del matrimonio. Exigirle a un muchacho que no sienta apetito sexual, más que una tontería o una crueldad, es un esperpento.

 

El único parámetro dispuesto por Dios para que el ejercicio del sexo tenga su aprobación es el matrimonio, en el cual son identificables, entre muchas, seis bendiciones: compañía, ayuda, procreación, pureza, deleite y unidad espiritual. El adulterio vuelve añicos ese prisma. El caso del rey David y Betsabé, expuesto a lo largo de 2 Samuel 11 y 12, es bien significativo. Luego de asesinar a Urías por medios indirectos, y pagar con la muerte del hijo de la unión aborrecible su pecado, David y Betsabé se arrepintieron (Salmo 51) y fueron perdonados y bendecidos por Dios con el nacimiento de Salomón. En algunos grupos eclesiásticos de hoy estos antepasados directos de Jesús serían escarnecidos, vejados, tratados con inclemencia y hasta expurgados del Cuerpo. Inexplicablemente algunos dan prelación a la justicia sobre la misericordia y terminan prefiriendo el adulterio al divorcio.

 

(Darío Silva-Silva. Extractado del libro Sexo en la Biblia, páginas 208-209)

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