Durante la Edad Media, los místicos buscaron lo que se llamaba el sumum bonum, es decir, el bien supremo, que para ellos era, precisamente, ver a Dios. Sabían que la ‘visión beatífica’ estaba reservada exclusivamente para los limpios de corazón, según el propio Jesús lo había enseñado en las Bienaventuranzas (Mateo 5:8). Para citar un caso notable, Francisco de Asís se alejó del mundo y sus fascinaciones para limpiar los ojos interiores y poder ver a Dios en su corazón, ya que físicamente le era imposible hacerlo.
En Jesucristo nadie ve a Dios COMO un hombre, sino EN un hombre, porque ese Hombre, nacido de una mujer, exhibe un carácter moral, unos atributos y unas obras que solo pueden calificarse de divinos. Esa es la clave. Por eso, con toda autoridad, dialoga con los fariseos sobre temas ordinarios en forma extraordinaria:
«Abraham, el padre de ustedes, se regocijó al pensar que vería mi día; y lo vio y se alegró. —Ni a los cincuenta años llegas —le dijeron los judíos—, ¿y has visto a Abraham? —Ciertamente les aseguro que, antes que Abraham naciera, ¡yo soy!». (Juan 8:56-58)
Aquí la respuesta de Jesús es estremecedora: —Bien, muchachos, ciertamente —esto es verdad— les aseguro —no les sugiero— que ANTES de que Abraham naciera, YO SOY. No dice: “Yo era”, en pretérito, para retrotraerse al tiempo de Abraham; sino “Yo Soy”, en un eterno presente.
La Biblia identifica el nombre de Dios con el llamado ‘tetragrámaton’, representado por las letras YHWH, que es impronunciable. Generalmente se lo nombra bajo dos aproximaciones fonéticas: la clásica Yavéh y la variante no muy ortodoxa y, más bien, acomodaticia, Jehová; pero que, en todo caso, significa “Yo Soy”.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Código Jesús, páginas 147-148)