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Cuando Marx y Freud se abrazaron

Hemos descubierto al enemigo; somos nosotros mismos

Pogo

 

El tercer milenio de la era cristiana se ha iniciado frente a un panorama complejo, de pronóstico reservado, como un crucigrama lleno de casillas en blanco y preguntas capciosas.  Pero, analizados los acontecimientos con la simple lógica que el cristianismo nos ha enseñado durante dos mil años, podemos extraer lecciones claras y valiosas:

 

La medición del tiempo es imprecisa en los calendarios ideados por el hombre para tasar su propia temporalidad. Los acontecimientos son gotas insignificantes en el gran océano de la eternidad. El tiempo es relativo a la velocidad; el futuro se hace presente y cruza al pasado raudamente porque el hombre posmoderno vive de prisa. Hoy todo es rápido: el ya casi se transforma en el ahora y el ahora en el ya fue en una intemporalidad incomprensible y angustiosa.

 

El 11 de septiembre del año 2001 ha sido marcado con fuego como un hito en el humano caminar hacia la muerte, ese puerto final donde no hay fechas, ni calendarios, ni milenios, ni instantes, ni minutos, ni eras, ni siglos, ni semanas.  Solo la edad de Dios que es la eternidad.  Destinado a  vivir en ella, el hombre solo tiene dos opciones voluntarias en la disyuntiva dramática de su interminable porvenir que es el eterno presente: o está con Dios para siempre, o separado de Dios por siempre.

 

Es en este punto focal donde las cosas que ocurren adquieren contenido y significación.  Por eso existe la profecía, el oficio de indagar en la Mente Divina los signos de los tiempos y darlos a conocer a quienes pueden beneficiarse con el diagnóstico de las señales cifradas que el Sí Mismo nos envía desde más allá del Cosmos para ayudarnos en nuestra debilidad e ignorancia.

 

Varios profetas advirtieron que pasaría lo que ha pasado, pero no les prestaron atención.  Las gentes posmodernas como en los tiempos de Jeremías, se procuran profetas que les digan lo que quieren oír y no lo que Dios les manda a decir. Por eso, aquel fiel siervo del Señor vio transformadas sus profecías en lamentaciones. Como hoy David Wilkerson y Billy Graham.

 

 

(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Eterno Presente, páginas 145-146)

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