El pueblo de Israel ha tenido un destino manifiesto: por su intermedio Dios nos dio su Palabra, y de su ADN se formó en cuanto Hombre nuestro Divino Redentor. Pues bien, el que mucho ha recibido, mucho deberá dar. Israel fue algunas veces irresponsable en el uso del capital espiritual que Dios depositara en sus manos, y ha sufrido consecuencias catastróficas porque hay una causalidad ineludible en toda humana acción.
El caso de los Estados Unidos de América es similar. Los padres misioneros que declararon con decisión, al arribar a las playas del Atlántico Norte: “Esta tierra es para Cristo”, se ataron con los dichos de su boca, como dijo Salomón. Aquella frase simple y rotunda fue la cláusula penal de un contrato con Dios: si se cumple, viene la bendición; si se transgrede sobreviene la maldición. Estados Unidos, al igual que Israel, ha pasado alternativamente por el círculo vicioso: obediencia-bendición-desobediencia-reprensión-arrepentimiento-bendición. Pero hay algo que Dios pondrá en la cuenta de esta nación: siempre ha regresado a sus raíces como el propio Israel.
El instrumento de la última amonestación divina ha sido el terrorismo. Por largos años, los Estados Unidos fueron indiferentes a este fenómeno, porque no los había afectado en forma directa. La suerte del mundo sería otra si el Tío Sam hubiera declarado la guerra al terrorismo cuando éste provocó tantos estragos a tanta gente en tantos lugares. La filosofía pragmática que ha guiado al norteamericano tiene enormes ventajas pero, a veces, acarrea adversidades. El encogerse de hombros y decir: ‘No es mi problema’, siempre ha terminado por volver su propio problema lo que era problema de los demás. Dos casos recientes en el tiempo lo demuestran: Pearl Harbor, obligó a Roosewelt a meterse a fondo en la II Guerra Mundial e inclinar la balanza para ganarla a favor de la democracia y contra el terrorismo totalitario de estado; Twin Towers ha obligado a George Bush a enfrentar con decisión al nuevo terrorismo en sus variadas formas.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Eterno Presente, páginas 146-147)