Este es un devocional para quienes sirven en el ministerio infantil y se sienten cansados o vacíos. Hoy hablaremos sobre el peso del silencio, la pérdida de identidad y cómo Dios con ternura, restaura el alma cuando nos rendimos a Él con honestidad.
Versículo:
Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Mi fuerza se fue debilitando como al calor del verano, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí. Salmo 32:3-4.
Y no es que no amemos a Dios. Es que estamos cansados.
Pero no siempre lo decimos. Callamos por miedo, por vergüenza, por temor a que nos juzguen, o a que nos vean como débiles. Pensamos que, si seguimos adelante como si nada, eso pasará solo. Que, si servimos más, oramos más, damos más… de alguna forma, eso va a solucionar lo que llevamos por dentro.
Pero ese silencio lejos de ayudarnos nos va apagando. Nos roba, sí, nos roba la visión de quién es Dios, nos roba la verdad: comenzamos a verlo como alguien que exige, no como un Padre que abraza.
También nos roba la claridad sobre lo que está bien y lo que no, ya no decidimos con sabiduría, sino con cansancio. Y nos roba nuestra identidad, dejamos de vernos como hijos amados para convertirnos en “servidores funcionales”, personas que cumplen, pero no descansan.
Y justo ahí, en medio de ese desgaste, Dios sigue hablándonos; muchas veces, lo hace a través de estos a quien servimos o a través de quienes servimos.
Reflexión:
Si trabajas con niños, sabes que Dios tiene una forma muy particular de usarlos. Con una pregunta inesperada, con una mirada honesta, con una risa que rompe el peso del día… ellos llegan a lo más profundo. No lo saben, pero a veces sus palabras nos desnudan por dentro. Nos hacen ver lo que está pasando en nuestra alma y al mismo tiempo, Dios los usa para sanarnos. Con su alegría, con su ternura, con su simpleza. Nos recuerdan lo esencial. Nos traen de vuelta. Nos hacen bien.
Es entonces cuando el Salmo nos guía hacia la salida: Pero te confesé mi pecado y no te oculté mi maldad. Me dije: ‘Voy a confesar mis transgresiones al Señor’. Y tú perdonaste la culpa de mi pecado. Salmo 32:5.
Reflexión:
Cuando dejamos de callar, cuando nos rendimos y hablamos con Dios tal como somos, el peso comienza a soltarse. Él no nos rechaza. Nos perdona, nos restaura y, sobre todo, nos recuerda quiénes somos en Él.
¿Te sientes agotado por llevar tiempo sirviendo con las manos, pero con el corazón vacío?
Hoy el Señor no te pide que hagas más, te pide que te acerques, que vuelvas a Él y que dejes de esconder lo que Él ya conoce.