Ser nada más y basta. Jorge Guillén
«Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo». (Colosenses 2:9)
A estas alturas sería conveniente preguntar: ¿Quién es san Pablo? Mucha gente se equivoca respecto al llamado ‘apóstol de los gentiles’, un hombre nacido y criado en ambiente distinto al propio del grupo apostólico original de Jesucristo. Él no es un rústico, ni un pastor de ovejas, ni un pescador; sino, por contraste, un intelectual, un erudito, versado en la filosofía griega y el derecho romano.
Su padre, un rabino educado de la diáspora, lo envió a estudiar teología en Jerusalén, donde el rector del se-minario era nada menos que el doctor Gamaliel, quien lo enseñó a dominar al pie de la letra las Sagradas Escrituras. Además, por línea materna, pertenecía a una familia de prestamistas de dinero, que entonces llamaban usureros, y hoy nombramos, pomposamente, banqueros.
Este judeo-romano-greco-turco-persa tenía claro, por eso mismo, lo que se llamaba, ya entonces, ‘cosmovisión’. Por eso, se interesaba vivamente en países tales como Macedonia, patria del globalizador Alejandro Magno, y España, puente geográfico intercontinental que siglos después se utilizaría para descubrir un Nuevo Mundo.
Para Saulo de Tarso, la cultura jurídica y filosófica greco-romana y la religión judaica podían llegar a un acuerdo. De hecho, sin renunciar jamás a sus convicciones espirituales, se movía como pez dentro del agua en la lógica y la dialéctica y dominaba los intríngulis de la legislación romana, aparte de defenderse bien en varias lenguas del Mediterráneo.
En algunas de sus intervenciones como líder cristiano citó a Epiménides (Hechos 17:28ª y Tito 1.12) y a Arato (Hechos 17:28b) e hizo uso de la teología popular helenística (Romanos 1:20), porque había entendido, desde el principio, que no hay una cultura cristiana, sino una doctrina cristiana para todas las culturas. Gracias a Pablo muchos percibieron que los mitos paganos eran, en muchos casos, deformaciones y caricaturas de la religión verdadera.
(Darío Silva-Silva. Extractado del libro El Código Jesús, páginas 129-131)